Normalmente venía el inspector a asomar su bigote poblado por la ventana y le hacía algunas señas para que dejara de balancearse.
Pero con el típico gesto cínico de "perdón, es la última vez" esperaba que la franja de pelos dejara de mirarlo y volvía a su anterior posición.
Nunca entendía mucho de lo que hablaban en clases, aunque mal no le iba. Pasaba preguntando la hora para salir a jugar la pichanguita y de vez en cuando, si hablaban de Dios o política daba alguna opinión.
"Manitos de hacha" le llamaban algunos de sus compañeros, cosa que tomaba, cosa que hechaba a perder. Adivinar cuánto podía durarle un lápiz pasta era lo más fácil: una clase, porque era cosa de que llegara del recreo para ver que ya tenía una mancha azul en el bolsillo derecho del pantalón gris, el que siempre combinaba con unos zapatos de colegio maltratados que cambiaba cada 4 meses, porque se rompían con tanta pelota.
No me daba cuenta que los extrañaba tanto, hasta que las conversaciones que empezaban con: "¿¿Viste el final de Machos??" se terminaron. Ahora lo que queda por hablar es cómo piensas cambiar el mundo.
Crecimos.
Menos mal que los sábados en la mañana sigo siendo la misma niña que era cuando jugaba a la "casita".
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