Son las seis de la tarde en un día de semana, uno cualquiera, de lunes a viernes. Los colores en el cielo empiezan a cambiar, no sólo el atardecer otoñal se aproxima, también el comienzo de la hora pick. El tráfico es cada vez más molesto, los conductores están molestos, los que esperan en las esquinas el monito verde están molestos, incluso el rojo del semáforo con su incandescencia parece estar molesto y el cielo gris del cielo no parece mostrarnos un panorama mejor. Es la hora de una piedra en el zapato.
El aire aún es tibio y aunque no hace frío el ambiente ya tiene su color otoñal. Se ven manchas amarillas en las veredas, huele diferente, es todo más húmedo de lo normal y los árboles se tambalean con el suave soplar del viento. Pero nadie en los autos lo nota, nadie ensimismado en su mp3 se da cuenta, nadie vive su ciudad.
El Museo de Bellas Artes es imponente, más que cualquier taco, más que las personas apuradas, más incluso que el mismo Parque Forestal. Ahí está, como un gigante que contrasta con las nubes amenazantes de lluvia temprana. Un gigante que nadie ve, que a nadie sorprende con su extraordinaria altura, belleza, historia. Está solitario entre tanta hora pick, entre el tumulto de almas molestas por la hora, por el frío, por el tráfico y por el “paco” de la esquina que da indicaciones que nunca ayudan, solo demoran su llegada a casa.
El vendedor de dulces Suny se pasea con constancia, una y otra vez, en cada luz roja pasa sin ser visto por cada mirada impaciente de los conductores esperando que la luz del semáforo los acerque unos segundos más, un par de metros más cerca a su hogar con su verde esperanzador.
En las veredas la gente camina corriendo. Nadie mira a su alrededor, nadie es cociente de la belleza de un atardecer en la ciudad, de los matices, de los colores, de las personas que caminan junto a ellos. No observan un parque forestal atestado de enormes árboles donde incluso una Araucaria se puede ver desde la vereda del frente. A ninguno parece importarle lo lindo que es Santiago.
Los bocinazos y los pitazos del carabinero resuenen en la densidad del ambiente al que nadie presta atención, ruidos de camiones, los gritos del vendedor de Superocho y parejas de personajes que conversan mientras salen del museo o cruzan la calle. Es como si el ruido se fuera al vacio, como si no existiera, hace recordar esa pregunta que dice, “Si un árbol se cae en el bosque y nadie lo ve jamás, ¿el árbol se cayó realmente?”.
Eso pasa, es como si los momentos no existieran, están muertos, no porque los maten con críticas o malos pensamientos, sino porque no alcanzan a nacer en la mirada de algún observador. Las luces destellantes no son, la ciudad activa como una jungla que tiene algo que decir, no es. Las personas estresadas que piensan en cómo mejorar el mundo, no existen detrás de la molesta hora pick. Sólo hay bullicio silencioso sin una razón de ser.
Sólo un par de personas entre tanta multitud de zombis parece existir. Se sentaron a descansar sin darse cuenta que con su pausa en el tiempo generan un momento de realidad dentro de tanta superposición de eventos sin atender. Bajaron por las largas escaleras del museo y se sentaron en las bancas que lo rodean a conversar, a hacer silencios y observar. Saben lo que pasa a su alrededor en ese momento, son consientes de la ciudad.
Sólo dos personas entre tantas otras que están en los cuarenta autos que pasan por cada semáforo en verde, entre las treinta personas que a simple vista parecen pasearse por las veredas cada vez que la luz cambia de color, sólo dos de todas esas deciden parar un momento para mirar qué es lo que pasa ahí, en su vida, en la de todos los demás.
Ven la impetuosidad del Bellas Artes, la Araucaria en la vereda del frente, las caras molestas de los conductores y las manchas luminosas que contrastan entre tanto gris. A lo lejos el carabinero que dirige en tránsito no encaja con el malabarista que aprovecha cada señal de detención para comenzar su frustrado intento de sorprender a las personas con su increíble coordinación entre el baile de las clavas y el dominio de una pelota de fútbol.
No consigue sonrisas ni los aplausos que cualquier artista merece, sino que una estirada mano que le entrega cien pesos, más que por el goce es más buen por la responsabilidad solidaria del chileno, caridad hastiada.
El cielo cambia de pronto su tono grisáceo a un azul marino y el anochecer amenaza con llegar rápidamente. Los autos siguen en su lento andar y las personas en su caminar de maratón. Las dos excepciones a la regla comentan que se pone helado y deciden emprender su marcha.
Desde el otro lado un joven activo reparte el programa cultural del mes de mayo, pide un aporte voluntario para sustentar las impresiones y probablemente su pasaje de la micro. Él también camina rápido, porque quiere llegar a su casa, al calor de una cama con guatero o un programa de televisión aburrido. Quizás tiene que estudiar o terminar un trabajo, pero es claro que quiere dejar lo que está haciendo para sentarse en un lugar a descansar.
Otra pareja de amigas se sienta en una banca más allá. Se fuman un cigarro y crean con su momento otro espacio de existencia a su alrededor. No se ven apuradas, no parecen estar preocupadas por el tiempo, por al tráfico ni por las caras de molestia de todos a su alrededor. Pero tan pronto cae la última ceniza de la colilla, se van. Con la misma calma con la que llegaron.
Otro bocinazo que no distrae a nadie más que al vendedor de Superocho que corre apresurado para vender lo suyo. Camina a paso rutinario, de esquina a esquina, a lo largo y a lo ancho vendiendo, esperando en llegar con algo más a su casa. Porque él también tiene cara de querer irse pronto.
En lo alto ya no quedan rastros ni de azul ni de gris porque la oscuridad lo abarca todo menos las calles iluminadas por los faroles y automóviles. Hace más frío y la señora de pelo corto y piernas cansadas por los tacos, pero no menos apresuradas, se pone la chaqueta del traje de dos piezas que lleva puesto.
Camina al metro, con un bolso grande que además de voluptuoso se ve pesado. En la estación de Bellas Artes, baja por las escaleras que la conducen al adiós de la ciudad en un anochecer cualquiera. Le da la espalda a lo lindo que es Santiago al igual que todos los demás que se sumergen para irse a sus casas de una buena vez.
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